Los frágiles, el lobo y doña Yaneth
No es bueno, no es conveniente confundir fragilidad con laxitud; no es bueno, no es conveniente permitir que los lobos hagan manada y nos acorralen.
06:49 p. m.
No dejes de corregir al joven,
que no va a morirse si lo castigas con vara;
por el contrario, si lo corriges lo librarás de la muerte.
(Proverbios 23, 13 -14)
¿Necesidad o pretexto?, ¿falta de oportunidades o pereza? Aunque resulte incómodo son preguntas necesarias ante el trágico y monstruoso fenómeno de la delincuencia juvenil en Colombia, que para muchos es resurgimiento y para otros un quiste que carcome, a nuestro país como a ninguno y, para colmo, como al enfermo que no quiere ver su gravedad, nos decimos mentiras mientras el cáncer progresa.
Propongo que primero veamos algunas cifras: en la escala mundial Numbeo 2025, que permite medir índices de economía y calidad de vida, en el que 100 es el máximo, Colombia se ubica en el Índice de Criminalidad Global con una puntuación de 60,8, un lugar nada digno. Las investigaciones resaltan que la victimización temprana, la presencia de conductas disruptivas, el abuso de sustancias, la historia familiar, con frecuencia asociada a antecedentes criminales, y el o con pandillas son factores estrechamente asociados a la delincuencia juvenil urbana.
Cuando menciono a “Los frágiles”, retomando el título de uno de los dos libros de la editorial Norma a los que quiero referirme en esta ocasión, pienso en la ironía que encierra la frase de Cécile Rouminguiére, su autora. Drew, el joven de 17 años que ha crecido bajo el cuidado de una madre incapaz de apoyarlo y un padre resentido que lo menosprecia, oculta su verdadero talento para la pintura artística y se desvía hacia una rebeldía que no tiene cauce alguno, es un río descontrolado que se ampara bajo el torrente de la adolescencia incomprendida.
Fragilidad es también sinónimo de flojera, de la búsqueda fácil y rápida de un propósito por noble que este sea; vale decir, lograr metas personales y sacar adelante a la familia, procurar el bienestar propio o una casa para la mamá no tienen nada que ver con robar o matar como instrumento; por el contrario, este es el pretexto para delinquir en lugar de trabajar honestamente para conseguirlo. Y mucho menos puede significar debilidad, en nada parecida a la inocencia, que es el estado del alma limpia de culpa o, conforme a la segunda acepción del diccionario de la RAE: “la exención de culpa en un delito o una mala acción”. Y sí, jurídicamente los menores de edad pueden ser exculpados, pero ¿en qué queda entonces la conducta dolosa, nada menos que la intención de causar un daño con premeditación y engaño?
Hasta las mismas autoridades lo saben, ese caldo de cultivo es aprovechado por las mafias desde las oscuras épocas de Pablo Escobar, a sabiendas de que la ley es benévola con los menores. Está bien que las normas busquen el resarcimiento de sus derechos, pero no vengan a decirnos que los autores de esos crímenes son inocentes: saben empuñar un arma y lo aprenden con destreza y rapidez hasta convertirse en sicarios, ¿pero ignoran que asesinar es un delito? No, son menores no estúpidos. Y pensar que la ley, en algunos casos, los considera inimputables, como si estuvieran impedidos para comprender la gravedad de sus felonías.
Me gusta el comentario de los editores de “La habitación del lobo”, el otro libro que recomiendo: “Al principio solo es una sombra, hasta que toma forma de un animal salvaje”. Gabriele Clima, el autor, recurre a una metáfora poderosa, la relación de Nico, el adolescente protagonista, con su padre que no es buena y que unida a otros eventos lo colman de una rabia incontenible. “Poco a poco su encuentro con el lobo será inevitable”. Es exactamente lo que les está sucediendo a estos jóvenes en nuestra selva urbana y esos “lobos” nos están invadiendo, fieles a su comportamiento gregario, si se los permitimos.
Vayamos a episodios aparentemente menos graves, como el vandalismo. Doña Yaneth, una humilde y valerosa vendedora en una esquina del barrio Verbenal en Bogotá nos dio una gran lección al increpar, con firmeza, pero sin violencia, a unos jóvenes encapuchados que pretendían bloquear la calle donde ella prepara y distribuye sus empanadas como fuente de la economía familiar para educar a sus hijos universitarios y pagar el arriendo. Les cuestionó si sabían siquiera por qué “protestaban”, les preguntó si sus papás sabían que estaban empuñando palos y haciendo fuego para intimidar a vecinos y transeúntes y les dijo, mejor todavía, les aconsejó que primero se enteraran de la realidad política y social del país y que pensaran en estudiar en lugar de su intención de destruir. Doña Yaneth es hoy símbolo de que para prosperar no se necesita hacer el mal; ella, no sobra decirlo, es ícono del esfuerzo honesto y correcto de cómo se saca una familia adelante a pesar de las adversidades.
En estos casos la disrupción, que no es nada diferente a la interrupción brusca de lo que debe avanzar linealmente o, dicho de otra manera, es una fractura que contradice la regla ética y social y, si se quiere, democrática, mejor resumida en el principio bíblico de que Dios nos pide hacer las cosas ordenadamente.
Así me tachen de moralista, cuánta falta nos hace tomar en cuenta las palabra de Pablo de Tarso a los Corintios: “Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo no es lícito, porque no todo edifica”. Esta máxima resalta la diferencia entre lo que se considera legalmente permitido y lo que es realmente beneficioso o constructivo, no solo para los que creemos en la supremacía de Dios, sino útil, muy útil, para el hombre moderno y para la comunidad que se ha dejado llevar por conceptos de una nueva filosofía retorcida donde lo bueno es malo y lo malo bueno.
No es bueno, no es conveniente confundir fragilidad con laxitud; no es bueno, no es conveniente permitir que los lobos hagan manada y nos acorralen.